23 abr 2013

La importancia de llamarse

Las palabras; tan livianas, como profundas; tan asertivas  como desafortunadas. Las palabras, designadoras de realidades, creadoras de mundos posibles. Nuestros nombres, nuestros humanos nombres, palabras que nos designan, y no solo nos designan en humanidad, sino que en unicidad.

¿Es necesario tener que nombrarse o tener que nombrar? ¿Por qué no hacer un nombramiento deíctico de nuestro ser único e irrepetible, más allá de letras foneticamorfosintacticaesteticamente dispuestas? ¿Por qué elegir nombrarnos de manera hereditaria, o según el impacto de algún otro con ese nombre, o por originalidad o incluso hasta cierta estética-entendida de modo muy superfluo-?

No pretendo hacer exposición de grandes argumentos antropológicos, lingüísticos  históricos  etc. con respecto a los nombres propios, solo mostrar alguna reflexión al respecto, sobre todo al alero de 3 situaciones, a parecidas al ojo público, que se me han mostrado en el curso de este año, y que son las siguientes: (i) la prohibición en Islandia de tener nombres que no sean propios de su tradición, lo cual habrá alertado a más de algún defensor de las libertades esenciales; (ii)la lista de nombres <<curiosos>> que el registro civil de nuestro país expone todos los años y (iii) 'Le Prénom', película francesa que hace el recorrido de una discusión por la elección del nombre de un nonato.

(i) Transcurrió hace algunas semanas (o meses quizás) en Islandia, un fallo judicial que le permitió a una joven llamarse con un nombre usado tradicionalmente para hombres, pero que usado en ella, se interponía a las exigencia fonéticas y tradicionales exigidas por dicho país, que pretende proteger mediante leyes el buen uso del lenguaje para la preservación del idioma tradicional y la herencia de sus nombres propios típicos. Aquí uno se empieza preguntar por esas supuestas libertades a las que nos hemos acostumbrado, sobre todo en este otro extremo del mundo ¿choca la individualidad de algo tan 'superfluo' como un nombre propio con nuestra forma de 'hacer patria', con nuestra forma de llevar a cabo nuestra cultura? En naciones donde el nombre propio, tal cual lo usamos y lo nombramos,-podríamos decir que hay ciertos pueblo indígenas en donde los nombres son una gran secreto no revelado cuya carga es de corte totalmente necesaria, pero no es nuestro caso- no tienen más relevancia que ser deíctico, una razón de ser para ser nombrados como nosotros y no como otro, entonces ahí las leyes islandesas parecen obedecer a un atropello ¿cómo es posible que el estado designe el cómo y el qué de los nombres que les damos a nuestros hijos? Nos parece incosebible- aquí la idea de que la lengua es un órgano vivo y sujeto a cambios vibra totalmente-, pero de esa manera entramos en nuestro segundo conflicto, expuesto a continuación.

(ii)En contraposición casi absoluta a Islandia está en caso de Chile. Año tras año las inscripciones de recién nacidos en el registro civil denotan la total fatal de algo que puede ser o timidez, o ignorancia, ansias de rupturismo, o quién sabe, de miles de padres que llaman a sus hijos de modo poco tradicional, entendiendo esto como el no adscribir al cómo se han escrito ciertos nombres a lo largo de los siglos, y más aún, haciendo caso a sus invenciones o a sus oídos poco enterados del tema.
La lista de exóticos nombres está públicamente disponible, pero la cuestión que aquí queda pendiente son las consecuencias sociales de el acto de nombrar a alguien, acto que aquí, en este lugar del mundo, nos parece tan privado, y donde se ha olvidado el significado de los nombres, y más aún, lo que significa cargar con el nombre en muchos casos, sobre todo cuando va unido a una lectura de clases- las clases más bajas son más dadas a este desliz-.
Lejos estamos de creer que el nombre propio podría llegar a designar mi esencia  o al menos parte de ella. El nombre propio en estas latitudes multiculturales-en el horroroso sentido del la dominación de diversas culturas en unos cuantos siglos- cumple una función decorativa, estética en el sentido más lato, quizás por eso nos podremos sentir atacados si algún día el estado nos quisiese limitar a nombres tipicamente españoles o de alguna otra lengua autóctona, pero parece que nadie se aberra demasiado si escribimos Rocio o Martin, que no tienen ningún sentido ni referencia, y para qué hablar de Maikel, Maikol, Anllelo, Haxel, etc. Los nombres propios en este país son un tema ¿a qué nos atenemos con nuestros nombres si ellos no significan nada representativo de nosotros? Mi nombre es Mariana y me veo bastante alejada de rendirle tributo a alguna virgen- lo único que me suscita una virgen es desearle que se desvirgue-.

¿Ya se extraña mediación?

(iii) 'Le Prénom' me dejó reflexionando desde otra esfera, la esfera de los nombre y su relación con la historia, los nombres en su devenir.
Para contar poco y dejaros que vuestros ojos se deleiten, la problemática nace cuando por broma, uno de los amigos convidado a la cena en casa de un profesor de literatura, dice que llamará a su hijo Adolphe, que para los efectos de pronunciación es casi igual que Adolf. Todo esto provoca el inmediato rechazo del resto de los amigos y la ira del profesor de literatura, quien lo considera un acto fascista (conozco chilenos con el  nombre en su versión española), más allá que el nombre haya sido tomado de un libro previo al siglo XX, obra de un gran prócer de la literatura francesa ¿debemos desechar los nombres con esa carga histórica tan aberrante? he ahí el dilema, y he ahí el horror de que en Chile hayan Augustos de menos de 30 años.

Breve es la moraleja de todos estos extremos: es bueno conservar las tradiciones, es bueno que las lenguas sean vivas y es bueno dejar que la historia y el mundo sigan su curso, pero también es malo, bueno y básicamente porque bueno y malo no son categorías.